Siempre he sentido una inclinación natural hacia las plantas y desde que llegue a España me he dedicado a cultivar suculentas. Son unas plantas que crecen lento y que aparentemente no necesitan muchos cuidados (eso creía yo) y como soy una cuidadora muy vaga las consideré perfectas para mí, y vaya lo que me han mostrado estas pequeñas de mi manera de amar!
Hay personas que dicen que tener plantas es cómo tener una mascota, por muchas razones no estoy de acuerdo, pero sobre todo por una. A pesar de que son seres vivos, las plantas no pueden hablar, ni moverse, ni mostrar instantáneamente su malestar… hay que abrir mucho los ojos, escuchar y aprender a leer sus señales, equivocarse muchas veces, ahogarlas ó matarlas de sed antes de poder entenderlas (gracias a Dios existen los maestros jardineros). En muchas cosas soy autodidacta y he decidido que mi aprendizaje como jardinera nazca de la propia experiencia.
Lo primero que aprendí de ellas es que das a los demás lo que te das a ti misma/o. Eres capaz de cuidar de los demás de la misma manera en que te cuidas a ti. Y cuidar es un acto de amor.
Así que las traté con el mismo descuido que me trataba a mí misma: dejándolas morir de sed, de hambre de luz, o dejándolas a pleno sol en verano. Atendiéndolas con la pereza con que muchas veces atiendo mis propias necesidades, procrastinando como muchas veces hago conmigo. Así que muchas murieron por mi negligencia y olvido. No pude darles más atención por que yo no me la daba a mi misma.
Lo segundo que me enseñaron es que una relación crece con presencia y constancia.
Cuando me tomaba aunque fuera unos minutos al día para regarlas y mirar si estaban recibiendo luz adecuada era cuando mas florecían y reverdecían. Se notaba que estaban felices de ser parte de mi vida. Y solo se necesitaba eso, unos minutos de mi tiempo para nutrir esa conexión.
Eso me puso a pensar en cómo nutro y cuido de la conexión con las personas que me importan. Ahora me esmero por regar con frecuencia las relaciones significativas de mi vida y no darlas por hecho, porque sé que de eso depende que estén siempre verdes y florecidas.
Y lo tercero que me enseñaron es que para que algo crezca se necesita dedicación y entrega.
“Obras son amores y no buenas razones” decía mi abuela. No es suficiente con las buenas intenciones, requiere trabajo tener un jardín, a veces las cosas van mal a pesar de tu empeño (una nevada inesperada que las congela a todas) y tienes que volver a empezar de cero. Tienes que dedicar tu domingo a trasplantarlas, podarlas, nutrirlas; ingeniártelas para regarlas en verano y calentarlas en invierno, sanarlas de plagas y un largo etc.
A veces me sentí abrumada y pensé en dejar el oficio, pero a través de ellas de alguna manera asumí un compromiso con la vida y con mi propio florecimiento.
Me enseñan cada día de la fragilidad y la fuerza de la vida.
De la magia que algo nazca como de la nada y de lo fácil que es que ese proceso se interrumpa. Me pone a pensar en todo lo que se requirió para mi propio florecimiento como Ser humano, de todo el amor, los cuidados y la nutrición que fueron necesarias para que hoy yo pueda estar aquí. De la importancia de los primeros cuidados que recibes al nacer y de cómo ellos marcan el resto de tu desarrollo.
Pero ese capítulo lo dejaremos para luego que hay mucha tela que cortar…
Gracias por leerme
Madre del Agua By Maria Carolina , Terapeuta corporal del trauma certificada Terapia del duelo. Somatic Experiencing, Constelaciones Familiares, Lectura Energética del Aura.